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Amor y Honor – El Mito del Siglo XX Alfred Rosenberg

Un sinnúmero de guerras de los últimos 1900 años han sido definidas como guerras de religión.

Muchas veces con razón, a menudo erróneamente. Pero que de cualquier manera hayan podido ser libradas guerras de exterminio por una convicción religiosa, muestra en qué gran medida se había logrado alienar a los pueblos germánicos de su carácter primigenio. El respeto ante una creencia religiosa era para los germanos paganos tan lógico y natural como para los posteriores arrianos; recién la imposición de la pretensión de exclusividad del otorgamiento de la bienaventuranza (Alleinseligmachung) por parte de la Iglesia romana endureció el alma europea y provocó con necesidad natural luchas de defensa en el campo contrario, las cuales, dado que igualmente fueron llevadas por una forma extraña a la especie, tuvieron que provocar por su parte un anquilosamiento espiritual (luteranismo, calvinismo, puritanismo). Pero, a pesar de todo, la mayoría de las luchas de los héroes conductores de nuestra historia fueron llevadas menos por dogmas teológicos sobre Jesús, María, la naturaleza del Espíritu Santo, el Purgatorio, etc., que por valores del carácter. Las Iglesias de todas las confesiones declararon: tal la fe, la religión, tal el ser humano. Esto fue necesario y prometedor de éxito para cualquier Iglesia, ya que de esta manera el valor humano se hacía depender de sus dogmas compulsivos, o sea que los seres humanos eran atados anímicamente a la organización eclesiástica en cada caso. En cambio, la confesión europeo-nórdica —consciente o inconscientemente— siempre tuvo el tenor: tal como el ser humano, así su religión, Más exactamente aún, así la índole respectivamente, el contenido de su fe. Si la religión escudaba los máximos valores del carácter, entonces era genuina y buena, indistintamente de qué formas el ansia humana pudiera haberla rodeado. Si no lo hacía, si reprimía orgullosos valores propios, debía ser sentida en la más profunda interioridad del germano como nefasta. Ahora bien: existen dos valores sobre todos los demás en los que se revelan desde hace casi dos milenios todas las antítesis entre Iglesia y raza, teología y fe, dogma religioso compulsivo y orgullo del carácter, dos valores arraigados en lo volitivo, por los cuales desde siempre se ha luchado en Europa para imponer el predominio de uno de ellos: amor y honor. Ambos pugnaban por ser considerados como valores máximos; las Iglesias querían —por extraño que esto pueda parecer— dominar por el amor, los europeos nórdicos querían vivir libremente mediante el honor o morir libremente con honor.

Ambas ideas hallaron mártires dispuestos al sacrificio, pero su antagonismo no siempre llegó a hacerse lúcidamente consciente. Por frecuente que haya sido su manifestación efectiva.

Este conocimiento ha quedado reservado a nuestra época, él es una vivencia mística, y sin embargo, clara como la luz blanca del sol.

Amor y compasión, honor y deber, son esencialidades anímicas que, revestidas de diversas formas exteriores, representan para casi todas las razas y naciones de cultura, fuerzas impulsoras de su vida.

Ahora bien: según que al amor en su versión más generalizada o al concepto del honor como tal le fue acordado el lugar, del modo correspondiente a esta orientación anímica a la meta se desarrollaron la visión del mundo y la forma de existencia del pueblo en cuestión. Una u otra idea constituía el cartabón según el cual eran medidos todos los pensamientos y las acciones. Pero para crear un signo determinante de una época debía prevalecer uno u otro ideal. Ahora bien: en ningún lado la lucha entre estas dos ideas puede ser observada más trágicamente que en las controversias entre la raza nórdica, y los pueblos por ella determinados diferentemente, con el mundo racial circundante y sus peculiares concepciones del mundo.

En vista del interrogante que surge de cuál ha sido el motivo decisivo que ha probado ser para la raza nórdica el formador de almas, de Estados y culturas, parece de una evidencia total que casi todo lo que ha mantenido el carácter de nuestra raza, nuestros pueblos y Estados, ha sido en primer término el concepto del honor y la idea del deber, proveniente de la conciencia de la libertad interior y unida inseparablemente al primero. Pero en el momento en que amor y compasión (o, si se quiere: el compartir el sufrimiento) llegaron a ser predominantes, comienzan las épocas de disolución racial-nacional y cultural en la historia de todos los Estados alguna vez determinados nórdicamente.

Hoy se predica hasta el hastío el hinduismo y el budismo. Ahora bien: la mayoría de nosotros no poseemos de la India otro concepto que el que nos transmiten teósofos y antropósofos. Hablamos de la India como de una visión del mundo de un espíritu tierno, que se diluye en el universo, que enseña el amor por la humanidad y la compasión como lo más alto. Sin duda, la filosofía tardía que se pierde en lo infinito, la doctrina del Vedanta-Atman-Brahman, el budismo que persigue la salvación del sufrimiento de este mundo, junto con miles de proverbios dispersos en toda la literatura india, justifican esta interpretación: “No hay nada que no pueda ser realizado mediante la benevolencia… Felices son los que se retiran a la selva,después de haber colmado la esperanza de los menesterosos, y haber hecho bien hasta a los enemigos”, etc. Y sin embargo, en estos productos plenos de amor y compasión de la época tardía india penetran concepciones más antiguas, completamente distintas, que no reconocen como única meta digna de ser perseguida un sentimiento personal de felicidad y ausencia de sufrimiento, sino el cumplimiento del deber y la afirmación del honor. En uno de los himnos indios más antiguos el deber hasta es ensalzado como “sexto sentido interior”, en el Mahabaratam (en su forma originaria) toda la lucha gira alrededor de esta idea. El héroe Fima, que sólo a desgana participa en la guerra, dice que abandonaría a su soberano, “si mi señor Juzischthira no me retuviera con la atadura del deber del Chatria, de modo que hasta debo alcanzar sin piedad a los caros nietos con sus flechas”.

El fuerte Karna dice:

El honor cual una madre otorga al

ser humano vida en el mundo,

el deshonor consume la vida,

aunque el bienestar del cuerpo prospere.

El rey Durjozana es abatido en contra de todas las leyes de la guerra y se lamenta:

¿No os avergonzáis de que Fimasen

deshonestamente me ha matado?

…………………………………………….

Nosotros siempre honestamente hemos combatido,

y honor nos queda en la victoria.

Vosotros siempre deshonestamente habéis luchado,

y tenéis con vergüenza vuestra victoria.

……………………………………………

Pero yo he dominado el mundo

hasta la lejana orilla del mar,

valiente he estado frente al enemigo

y muero ahora como un héroe

deseo morir, al servicio del deber,

y asciendo, del grupo de amigos

acompañado, a la morada de los Dioses.

Estos son, ciertamente, sones por completo distintos de los que encontramos generalmente en los himnos conocidos. Pero éstos y cien otros pasajes de la literatura india demuestran que también el antiguo indio —y este fue el que creó la India— entregó su vida no en aras del amor, sino del deber y del honor. Un desleal también era condenado en la India aria no porque hubiera devenido falto de amor, sino falto de honor. “Es mejor renunciar a la vida que perder el honor: la entrega de la vida se siente sólo un instante, pero la pérdida del honor día tras día”, dice un proverbio popular.1 “Al héroe le parece en su corazón como si un fin pudiese ser alcanzado mediante el valor heroico, a un cobarde mediante la cobardía”, constata otro proverbio y anticipa la valoración, Agúcense los ojos para este rasgo de la naturaleza india antigua hasta llegar al valeroso rey Poros, quien vencido por Alejandro en honesta batalla campal, sigue siendo, sin embargo, todo un caballero. Herido, no huyó del campo de batalla cuando todos los demás se dispersaron: “¿Cómo he de proceder contigo?” preguntó Alejandro al adversario vencido. “A modo de rey”, fue la respuesta. “Nada más?”, dijo el macedonio. “En la expresión a modo de rey, está contenido todo”, rezó la respuesta. Y Alejandro agrandó el área de dominio de Poros, quien de ahí en adelante fue un fiel amigo suyo. Si este relato es histórico o no, es indiferente. Pero muestra el sentido interior del honor, la lealtad, el deber y el coraje, que eran comunes, y hasta naturales, a ambos héroes y evidentemente también mal historiador.

Este concepto viril del honor ha sostenido los reinos indios antiguos, ha dado la precondición de un vínculo social. Pero cuando este concepto el honor fue desplazado por sistemas filosóficos ritual-religiosos, ligados a la descomposición racial, y que negaban todas las barreras terrenales, se destacaron en forma decisiva puntos de vista religiosos dogmáticos, luego económicos. Con la filosofía del Atman-Braman trasplantada a la vida terrenal, el ario negaba —como ya hemos señalado— su raza, con ello su personalidad, pero con ello también la idea del honor como columna vertebral anímica de su vida.

El amor y la compasión —aún cuando aducen abarcar a “todo el mundo”— se dirigen siempre al ser amante o sufriente individual. Pero el deseo de liberar a otros o a sí mismo del sufrimiento es un sentimiento puramente personal, que no contiene ningún elemento realmente fuerte, formador de pueblos o Estados. El amor al prójimo o al más alejado puede generar acciones de la mayor voluntad de sacrificio, pero es igualmente un impulso del alma referido a lo individual, y ningún ser humano ha exigido aún en serio el sacrificio de todo un Estado, de todo un pueblo en aras de un amor que no estuviera en relación con éste mismo. Y en ninguna parte aún ha caído un ejército por tal motivo.

Esencialmente más blanda que la antigua India nos sale al encuentro la vida ateniense. Cierto es que también aquí una epopeya habla de hazañas heroicas; pero ellas están fundamentadas más bien estéticamente. (Más detalles en el segundo libro.) Sin embargo, los trescientos espartanos ante las Termópilas constituyen para nosotros un símbolo del honor y del cumplimiento del deber. Nada constituye mejor testimonio de la fuerza que nos mueve a nosotros, los occidentales, que nuestros intentos de reconstrucción de la vida griega, que durante mucho tiempo pasaban por ser historia. No podíamos concebirlo absolutamente de otra manera sino que todos los helenos habían sido impulsados por el honor y el deber; recién muy tarde nos hemos debido convencer de la blandura de la vida griega en esa dirección. El griego dotado de fantasía no se ajustaba tampoco en la vida común muy estrictamente a su palabra, el valor jurídico desapasionado de una afirmación solemne apenas era reconocido por él. Aquí descubrimos por así decir el punto más vulnerable del carácter griego, en este aspecto se halla también la verdadera brecha para la invasión del pro-asiatismo mercantil-defraudador, de modo tal que la mentira y la falsedad constituyeron más tarde permanentes fenómenos concomitantes de la vida “griega”, que indujeron a Lisandro, a la expresión “a los niños se los engaña con dados, a los hombres con juramentos.” Pero, no obstante, el griego genuino estaba imbuido de un sentimiento de libertad que debe ser absolutamente definido como anclado en la conciencia del honor. El homicidio de las mujeres y el suicidio de los hombres vencidos en una batalla no es un hecho raro. “No te des en servidumbre mientras tengas la posibilidad de morir libre” enseña aún Eurípides. El recuerdo de la hazaña de los Fokios, que, antes de la batalla rodearon a su pueblo que quedaba atrás con una valla de madera con la instrucción de poner fuego a ésta en el caso de una derrota, sigue siendo un testimonio heroico de fuerte simbolismo. Los descendientes de Zakynthos prefirieron morir en las llamas antes que caer en las manos de los púnicos. Aún en época tardía (200 a.C.) pueden ser comprobados testimonios de heroicidad mítica, p. ej., en Abidos, que asediada por Filipo el Joven, no se entrega, más bien los hombres acuchillan a sus mujeres y niños, se arrojan ellos mismos a las cisternas y destruyen la ciudad mediante el fuego. Igual valoración de la vida, de la libertad y del honor se manifiesta también en las antiguas mujeres griegas cuando se trataba de protegerse contra la violación. Así se ahorcó, fuertemente inducida por su madre, Eurídice; al ser vencido el soberano de Elis en el siglo 3, se ahorcó la esposa de éste con sus dos hijas.

Pero de cualquier manera debe admitirse que la estática de la vida griega estaba determinada no por el carácter, sino por la belleza, lo que, como ya se dijo, tuvo como consecuencia nefasta la inconsecuencia política.

Por influencia de Alejandro —quien tuvo conciencia de su heterogeneidad también desde el punto de vista racial— volvió a apoderarse nuevamente un concepto de cría selectiva de la existencia predominantemente estética en la Grecia de las postrimerías. Alejandro no perseguía expresamente la meta de una monarquía mundial y la mezcla de pueblos, sino que quería solamente reunir a los persas y los griegos reconocidos como racialmente emparentados, llevarlos bajo una soberanía, para evitar ulteriores guerras. Reconoció las ideas impulsoras y los valores de carácter de la capa superior persa como ligados a su concepción macedónica del deber: en puestos directivos puso por tal razón únicamente a conductores macedónicos o persas, excluyendo deliberadamente a semitas, babilonios y sirios. Después de la muerte de Alejandro sus sucesores se esforzaron por imponer la concepción estatal del mismo en sus países y provincias. Como un héroe de tiempos primigenios descuella aquí el tuerto Antígono, quien siendo octogenario cae en el campo de batalla en la lucha contra los herederos “legítimos”, dado que no pudo alcanzar la perseguida unidad del Imperio. Pero las culturas injertadas nórdico-macedónicas no fueron suficientemente duraderas. Cierto es que transmitieron saber, arte y filosofía griegos, pero no poseyeron la fuerza plasmadora de tipos, ni lograron imponer su concepto del honor. La sangre extraña subyugada venció, la época del helenismo sin carácter, frívolamente ingenioso, comenzó.

Si en alguna parte el concepto del honor ha sido el centro de toda la existencia, es en el Occidente nórdico, en el germánico. Con un señorío único y sin precedentes el vikingo se presenta en la historia. El indomable sentimiento de libertad, al producirse un incremento de población, empuja una ola nórdica tras la otra por sobre los países, Con derroche de sangre y despreocupación heroica el vikingo erigió sus Estados en Rusia, en Sicilia, en Inglaterra y en Francia. Aquí imperaban los instintos raciales originarios sin ninguna atadura ni disciplina, sin ser trabados por reflexiones educacionales de conveniencia o un orden jurídico determinado. El único peso gravitacional que el hombre del norte llevaba consigo era el concepto del honor personal. El honor y la libertad impulsaban a los individuos a la lejanía e independencia, a países donde había espacio para señores, o los hacían combatir por su autonomía en sus fincas solariegas y castillos hasta el último hombre. La genial ausencia de designios utilitarios lejos de toda reflexión mercantilista, era el rasgo fundamental del ser humano nórdico cuando a pesar de todo el salvaje ímpetu juvenil se presentó en el Occidente como creador de historia. En torno a las personas individuales se agrupaban los hombres del séquito más estrecho, lo que luego poco a poco tuvo que conducir necesariamente a la instauración de determinados preceptos de la vida social, dado que finalmente en todas partes después de una expedición seguía un sedentarismo de naturaleza campesina (que en el sud ciertamente decayó con rapidez, sucumbiendo en la suntuosidad de la putrefacción oriental de las postrimerías). Pocas veces se presenta al observador un segundo ejemplo en la historia en el cual la postura de un pueblo es determinada tan pura y totalmente por un solo valor supremo: todo el poder, todos los bienes, todo nexo, toda acción, están al servicio del honor, al que, siendo necesario, también se sacrifica sin titubear y sin pestañear la vida. Así como la ley del honor domina la vida, así se refleja en la poesía y se extiende como principio fundamental a través del mundo de las sagas: ninguna otra palabra sale al encuentro allí con tanta frecuencia como el honor. Por esa razón el heroico mundo nórdico, a pesar de todo su salvaje desgarramiento, de su desbordante subjetivismo, es tan uniforme en su esencia y en la línea de su destino. Causa satisfacción hallar estos conocimientos en círculos de maestros alemanes que hasta ahora estaban inhibidos por un esteticismo grecizante. Aquí ha sido tocado el nervio del destino de toda nuestra historia según la índole de la valoración del concepto del honor se decidirá también todo nuestro futuro alemán, nuestro futuro europeo.

Aunque el ser humano nórdico antiguo procediera con violencia, el centro consciente del honor de su ser generaba también en el combate y en la muerte una atmósfera limpia. La guerra podía ser llevada brutalmente, pero pronunciarse por sus muertos era considerado como la primera premisa del hombre nórdico (Krieck). Este sentimiento de responsabilidad, exigido de cada personalidad individual, constituía la más eficaz defensa contra el pantano moral, aquella descomposición hipócrita de los valores que en el curso de la historia de Occidente se ha volcado sobre nosotros, bajo las distintas formas de la humanidad, como tentación enemiga. Ora se llamó democracia, ora compasión social, ora humildad y amor. El honor personal del nórdico requería valor, autodominio, no parloteaba durante horas como los héroes griegos antes de cada combate; no gritaba como éstos cuando era herido, sino que su conciencia del honor exigía serenidad y reunión de las fuerzas. Visto desde aquí efectivamente, el vikingo es el ser humano de cultura, el griego postrero estéticamente perfecto, empero, el bárbaro retardado, carente de centro. La expresión de Fichte, “verdadera cultura es cultura de la mentalidad”, descubre nuestra genuina esencia nórdica también frente a otras culturas, cuyo valor máximo no es la mentalidad, y esto es para nosotros equivalente a honor y deber, sino otro valor sentimental, otra idea, alrededor de la cual gira su vida.

Los destinos de los pueblos del Poniente se han plasmado muy diversamente en el curso de los tiempos, debido a distintas circunstancias. En todas partes donde predomina la sangre nórdica existe el concepto del honor. Sin embargo, también se mezcla con otros ideales. Esto se evidencia, para anticipar un resultado, en los dichos del habla popular. En los rusos ha llegado a ser dominante la idea de unaeclesiasticidad, de un sentimiento religioso, que aún al más salvaje arranque le otorga un velo religioso fervoroso (véase, p. ej., en El Idiota de Dostoiewski que asesina por un reloj de plata, pero antes recita una plegaria), el ruso habla por consiguiente de su patria como de la “Swjataja Rossija”, es decir, como de la Santa Rusia. El francés concibe la vida formal-estéticamente; para él Francia es por tal motivo, la “Belle France”. Similarmente el italiano. El inglés está orgulloso de su evolución histórica consecuente, de tradición, de formas típicas firmes de la vida, Admira por lo tanto a su “Old England”. Pero entre nosotros se sigue hablando todavía, a pesar de muchas cualidades non-sanctas, con el mismo fervor de la “Lealtad

Alemana”, lo que demuestra que nuestro ser metafísico aún siente la “médula del honor” como su polo en reposo.

Por este concepto del honor ha sido llevada, pues, también en último término la lucha de ya milenios de duración, cuando la Europa nórdica se vio frente al Sud romano en armas, y finalmente fue subyugada en nombre de la religión y del amor cristianos.

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