
Jacques de Mahieu
Jacques Marie de Mahieu (en Argentina más conocido como Jaime María De Mahieu) nació el 31 de octubre en París en 1915 y murió el 12 de mayo en Buenos Aires en 1990. Fue filósofo, sociólogo y antropólogo.
Terminada la Segunda Guerra Mundial se fue a la en la división francesa Carlomagno, una de las que combatió contra los soviéticos frente a la Cancillería de Berlín, hasta la última gota de sangre y hasta no quedarle más municiones.
Una vez naturalizado argentino, se convirtió durante los años ’60 uno de los ideólogos del movimiento peronista y mentor de muchos de los jóvenes militantes de la organización Tacuara. En sus estudios antropológicos, políticos, económicos y sociológicos mezcló ideas aristocráticas, racistas y nacionalista en lo político-antropológico, con un anticapitalismo de tendencia socializante en lo económico. Ejerció la docencia en la Universidad Nacional de Cuyo. De Mahieu desarrolló un proyecto de economía comunitaria (sobre el cual luego teorizara en su obra «El Estado Comunitario» de 1964) en la región de Cuyo, Argentina durante el gobierno de Perón. El advenimiento de la criminal «Revolución Libertadora», dictadura pro-británica que derrocara al legítimo régimen peronista en 1955, hizo que el mismo fuera desarticulado por ser considerado una práctica comunista.
El Gran Viaje del Dios Sol «Los Vikingos en México y Perú»

Ediciones Boca del Lobo pone a disposición una de las obras más importantes de Jacques de Mahieu, El Gran Viaje del Dios Sol, título que ha sido diseñado en formato que facilite el estudio antropológico por parte de nuestros lectores gracias a su edición en los ya conocidos formatos artesanales que nos caracterizan.

Prefacio del Autor
El autor tiene plena conciencia del riesgo que corre al publicar la presente obra. No sólo por el odium anthropologicum, tan ardiente como el theologicum, sino también por la falta de seriedad con la cual, muy a menudo, fue tratado el tema con anterioridad. Tanto los cronistas españoles de los primeros tiempos de la Conquista como viajeros posteriores, especialmente del siglo pasado, quedaron deslumbrados ante los vestigios de las antiguas civilizaciones amerindias y se negaron a atribuir su paternidad a los antepasados de los «salvajes» cuyas costumbres primitivas o crueles podían observar. De ahí una tendencia generalizada a buscar y encontrar semejanzas, no siempre muy fehacientes, con civilizaciones conocidas de otros continentes. La literatura existente al
respecto es abundante. Se atribuyeron los monumentos de México y del Perú a los
griegos, los egipcios, los fenicios, los vascos, los romanos, los tártaros, los chinos, los
japoneses, los khmers y otros pueblos más. No faltaron, aun sin hablar de los mormones, quienes descubrieron en América rastros de los antiguos hebreos, identificando con el Amazonas el misterioso Ofir de donde Salomón llevaba maderas y piedras preciosas para el Templo de Jerusalén, y Lord Kingsborough dedicó su vida y su fortuna a demostrar, en
nueve tomos, la llegada al Nuevo Mundo de las tribus perdidas de Israel. Los soñadores
de la Atlántida y del Imperio de Mu no dejaron, por cierto, de mostrar con qué facilidad pueblos europeos o asiáticos, según el caso —y hasta hombres de Cro-Magnón— habían podido llegar, caminando, a América. A tales tesis aventuradas o disparatadas se
agregaron falsificaciones lisas y llanas, tales como los dibujos «mejorados» de
monumentos mejicanos que publicó el supuesto «Conde» de Waldeck, o afirmaciones irresponsables, como la de un americanista contemporáneo de fama, cuyo nombre callaremos por caridad, que menciona la presencia de alhajas de ambar en México, por traducir literalmente textos españoles que llaman así a un topacio sin relación alguna con la resina fósil del Báltico.
El autor no niega la posibilidad de que navegantes europeos y asiáticos, pertenecientes a algunos de los pueblos arriba mencionados, hayan llegado a las costas americanas mucho antes de los irlandeses y los escandinavos. En primer lugar porque no es éste el tema de
su investigación. En segundo lugar, porque existen pruebas de contactos fortuitos,
voluntarios o no, entre ambos mundos. El mismo Colón, al llegar por primera vez a la
isla de Guadalupe, encontró en una playa restos de un buque europeo.
En 1721, un barco cargado de vino que iba de Tenerife a La Gomera fue arrastrado por
un temporal hasta las costas de Trinidad. En 1770, un barco cargado de trigo que iba de
Lanzarote a Tenerife fue llevado a Venezuela. Inversamente, Pomponio Mela y Plinio relatan cómo, en el año 62 a.C., una canoa con hombres rojos, que fueron entregados como esclavos a Metello Celer, Procónsul de Galia, fue echada a las costas de Germania.
En 1153 llegó a Lübeck un bote tripulado por «salvajes». Para decir verdad, lo extraño
sería que, a lo largo de los siglos durante los cuales buques europeos navegaron más allá
de las Columnas de Hércules, jamás uno de ellos hubiera sido arrojado, con sus
tripulantes, a algún lugar de la costa americana. ¿No señaló, por lo demás, Alonso de Ojeda, nombrado en 1501 gobernador de Venezuela, la presencia desde hacía unos años de ingleses en la región occidental del país?. Lo antedicho vale, por supuesto, para el lado del Pacífico. Cuando Balboa cruzó por primera vez la América Central, encontró rastros de incursiones anteriores de «capitanes» de nacionalidad desconocida.
En 1725, antes de la colonización por los europeos de las costas Noroeste de América, el indio Montcach-Apé alcanzó el Pacífico desde la Luisiana francesa. Oyó hablar de
hombres blancos que venían cada año a buscar madera y a apresar a esclavos indios. Les armó una emboscada y varios extranjeros resultaron muertos en el encuentro. No eran europeos: su vestimenta era muy peculiar, sus armas, más pesadas que las occidentales, y la pólvora que usaban, más grosera. Por lo demás a lo largo del siglo XIX, decenas de juncos japoneses, algunos con sus tripulantes, fueron echados a las costas de California.
También se cuenta que los primeros inmigrantes chinos que en la primera mitad del siglo pasado (XIX) se radicaron en el Perú comprobaron, estupefactos, que se entendían perfectamente con los «indios» de Etén, un pueblo de pescadores situado cerca de Lambayeque, de tipo físico distinto del de los demás habitantes del país. De ahí que no podamos desechar a priori el relato del historiador chino Li-Yu, que conocemos a través de la traducción de Guiones, orientalista francés del siglo XVIII. Según el texto en cuestión, cinco monjes budistas chinos, procedentes de Samarcanda, se embarcaron en el año 458
en el Pacífico. A 12.000 lis de China, encontraron Nipón; a 7.000 lis más al Norte, Wen Chin, el país de los ainos; a 5.000 lis de éste, Ta-Han, rodeado de agua por tres costados.
Avanzando 20.000 lis más hacia el Este, llegaron a una tierra inmensa, Fu Sang. La
descripción que de ella nos da Li-Yu —especialmente en cuanto al uso por la población de vacunos y caballos de tiro— no corresponde, en puntos fundamentales, con lo que sabemos fehacientemente sobre la América de aquel entonces. Pero lo que pudo haber sido el producto de la imaginación oriental no invalida del todo el testimonio. Pues los 20.000 lis mencionados — 11.600 kms.— son muy exactamente la distancia que, siguiendo la corriente marina Kuro-Sivo, separa China de California.
Todo parece indicar, por otro lado, que contactos fecundos existieron, hace muchos
siglos, entre Asia y América. Los trabajos de Heine-Geldern dejan pocas dudas acerca de
aportes procedentes de las culturas Cheu, de China del Norte, entre 700 y 500 a.C.,
Dong-Song, del Anam, entre 400 a.C. y 100 de nuestra era, y khmer, entre 800 y 1200.
Hasta para el lego, la reproducción en monumentos mesoamericanos prehispánicos de motivos netamente asiáticos — la flor de loto, por ejemplo— son pruebas difícilmente refutables.
El autor no excluye, pues, viajes ni incidencias distintos de los que constituyen el tema de sus investigaciones. Se limita a estudiar, en las páginas que vienen a continuación, el elemento racial blanco en la América precolombina y a demostrar que escandinavos e irlandeses desempeñaron un papel fundamental en el desarrollo de las grandes cultura náhuatl, maya y quechua. Tampoco las comprobaciones que efectúa le hacen negar el carácter autóctono de la civilización amerindia. Tanto valdría, en efecto, rehusar toda originalidad a la Grecia del siglo V a.C. en razón de los aportes egipcios y otros en que se fundó su incomparable esfuerzo creador.
A lo largo de su búsqueda, el autor realizó una mera «tarea de juez de instrucción». Se
limitó, en efecto, a analizar, evaluar y ordenar, sobre la base de una hipótesis por Gobineau, el material recogido por otros, desde los cronistas españoles del tiempo de
la Conquista hasta los investigadores contemporáneos, lo cual le permitió llegar a
conclusiones que considera definitivas. Le gustaría, sin embargo, completar su trabajo
mediante una «pesquisa de policía», in situ. Está convencido, en efecto, de que existen, en los museos y en las ruinas, muchas más pruebas materiales de su tesis —especialmente ruinas— que las de que disponen. Y está decidido a encontrarlas.
Jacques de Mahieu.

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